
Pero pasa.
Hacía más de una mes que él había muerto y Claudia era incapaz de aceptarlo. Como si le hubieran arrancado un brazo, una honda desesperación negra y aciaga que le devoraba, que le oprimía la existencia, la visión y la percepción. Una pena honda negra hostil y hambrienta.
Su mundo se había convertido en una total vacuidad llena de zozobra. No era capaz de aceptar que no le volvería a oír, a ver a oler y a sentir dentro de ella, caliente y lleno de vida, fundiéndose con sus entrañas. No dejaba de imaginárselo destrozado y pudriéndose en la fría humedad de las entrañas de la tierra.
Se quedaba horas sentada, mirando la pared, intentando aferrarse a sus recuerdos, a la imagen que le quedaba de él, de su voz, de su risa, esperando que de tanto y tanto recordarle se hiciera una imagen sólida en su mente, un tumor con su forma que siempre llevar dentro.
Luego las noches eran para el llanto y para el miedo. Estaba aterrorizada de tener que vivir. ¿Cómo hacerlo? Era consciente de que, muy probablemente, el futuro llegara abrirse y pudiera seguir viviendo, pero eso solo ocurriría si ella lo permitía y no estaba muy segura de querer hacerlo.
Así, cada noche, sacaba a Bruja, la gata persa blanca que habían comprado hace un año, de la habitación, cerraba la puerta y se abandonaba a un llanto desesperado, profundo, queriendo ahogarse en lágrimas o deshacerse para poder escapar del dolor y de los recuerdos.
Aquella noche no estaba siendo diferente. Miraba al techo entre sollozos, la respiración entrecortada, dibujando formas con la mente en las sombras y las luces que se colaban por la ventana abierta. Hacía calor y fuera, la gata, como las últimas cuatro noches, no dejaba de maullar. Realmente adoraba a esa gata pero no entendía por qué llevaba algunas noches comportándose así, maullando sin parar. Sus nervios no estaban ni mucho menos en esos días para aguantar demasiado y después de cuatro noches, no pudo más y se levanto, se acercó a la puerta con la firme intención de regañar de forma severa al animal, que seguía con su cantinela.
Pero se detuvo, con la mano cerrada sobre el pomo de la puerta. El corazón se aceleró y empezó a sudar y no a causa del calor. No se oía perceptiblemente, no como un sonido normal, era más bien como un susurro lejano en muchos sentidos, como una corriente de aire que consiguiera, de alguna forma extraña, articular palabras; la verdad es que no podía describirlo bien, pero junto a los maullidos de la gata parecía oírse la voz de un hombre.
Hace unos meses se hubiera aterrorizado, cerrado la puerta de la habitación y buscado del móvil para llamar a la policía. Pero en su estado febril, nada tenía ya demasiada importancia y su razón estaba diluida en dolor y lágrimas. Abrió la puerta de golpe.
En el pasillo solo estaba la gata. Una manchita blanca que la miraba con ojos sorprendidos en la oscuridad. “Miau”, dijo, y ella se llevó la mano a la cabeza, pasando los dedos por el pelo empapado en sudor. Me estoy volviendo loca, dijo mientras se dirigía de vuelta a la cama, sin ni siquiera fuerzas para reñir a Bruja.
Cuando la puerta se cerró, la gata miró al hombre que se apoyaba en la pared y miraba la puerta blanca que acababa de cerrase.
-Parece tan triste –dijo.
-Está destrozada -dijo la gata-, te echa mucho de menos.
-Yo también a ella. Querría quedarme a su lado toda la vida.
La gata se estaba lamiendo una pata blanca y los pelos, largos y finos se le quedaban pegados en la lengua áspera.
-Ya, pero no puedes, debes avanzar o te consumirás.
-Ya.
El fantasma, apenas perceptible para un ojo humano entre las sombras del pasillo, agachó la cabeza abatido.
-¿Por qué yo? Teníamos una vida fantástica. Somos buenas personas.
-Ni yo lo se –dijo la gata-. Nunca se llega tan allá. Pero espero que haya algo, no me gustaría pensar que el azar lo rige todo.
-Ya te contaré.
-Eso sí vuelves. No he conocido ninguno que lo consiguiera.
Las sombras de la habitación empezaron a moverse de forma amenazante y emitir lúgubres susurros. Si se fijaba bien, el espectro podía ver decenas de pequeños ojos rojos.
-¿No de asustan? –preguntó.
-¿Quién, ellos? –preguntó la gata señalando con una pata a las sombras que se movían alrededor de los dos-. No, no son más que parásitos que habitan en las sombras, alimentándose del miedo ancestral de los hombres a la oscuridad. Son inofensivos.
-Pues a mi me ponen los pelos de punta.
-Eso es porque todavía eres demasiado humano.
-¿Y tú? ¿Qué eres tú?
-Un gato.
-¿Solo?
-Sí, pero es que los gatos somos mucho más de lo que aparentamos. Somos de muchas maneras distintas en muchos mundos distintos, esa sería una buena forma de explicar de forma humana mi existencia, aunque es mucho más complejo.
-Ya. Bueno, creo que debo irme. Siento que me llaman. ¿Cuidarás de ella?
-Claro. Soy vuestra gata. Eso es lo que hacemos los gatos.
-Gracias.
El fantasma desapareció. Bruja, la gata se quedó mirando el vacío.
-Cuidaré de ella. Pero la verás muy pronto –dijo para sí misma.
Miró a la habitación y deseó que los gatos pudieran llorar.
Mientras, en la habitación, Claudia se dormía y las pastillas que había tomado paraban lentamente, de forma dulce y terrible, su corazón.
No estoy muy inspirado estos días, por que me estoy mudando con María y volvemos a vivir juntos. La pirmera noche que dormí de forma oficial en casa, el sábado, nustra gata, Clea (persa blanca como la del relato) no paraba de maullar fuera, queriendo entrar en la habitación. Y se me ocurrió el relato.